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Hace tiempo, en un lugar de alguna tierra lejana, donde los barcos surcaban los aires y los pájaros tenían branquias; donde el mar era arena y cuando chocaba en las rocas se convertía en piedra; donde los fantasmas hablaban con los vivos y los lobos aullaban palabras; donde la sangre sabía a savia y la savia sabía a sangre, existía una tierra llamada Myrsky, la tierra de las tinieblas. En ella vagaban las almas de los difuntos y la única luz, que apenas en un suspiro acariciaba las leves hojas de los árboles, provenía de la luna, tan eterna y hermosa que parecían las lágrimas de una ninfa. Allí no vivían los seres humanos, solo las criaturas solemnes que se sentían atraídas por la soledad.
Cerca de esa tierra vivían los habitantes de Perséphone, unos seres realmente pacíficos, que fueron invadidos por el pueblo Chakal. Los persephonienses, desesperados y sin saber a donde ir, se dirigieron a la única tierra a la que podían ir: Myrsky. Después de semanas terroríficas en plena oscuridad, apareció el dios Thor para bendecirlos con el mayor regalo que les podía ofrecer: el fuego sagrado. Un fuego que de día era brillante como las estrellas y de noche refulgía como un zafiro, emitiendo una calida luz azul. Para que la luz llegara a todos los rincones, la deidad creó un faro. Seguidamente golpeó su martillo tres veces, hasta que una diminuta chispa cayó en el faro, iluminando así la eterna oscuridad. Solo había una condición: la llama debía estar vigilada en todo momento porque si se apagaba, Myrsky sería devastada por la propia muerte. Un hombre se prestó a hacerlo y desde entonces su familia a estado cuidando del fuego. El último descendiente, un sabio anciano de ciento treinta años, vivía en el faro. Su nombre era Aleksi Ahola y tenía tres hijos y un nieto, que vivían en el pueblo más cercano. No tenía mujer, había muerto al dar a luz a su hija: Teija.
Un día, el anciano decidió dar un pequeño viaje. Levaba tiempo esperando ya que había tenido sueños muy extraños en donde encontraba algo sobrenatural. Dejando al cargo del fuego a su hijo mayor, Vilhelm, y llevando su preciado barco, Aleksi se dirigió a surcar los cielos. Pocos días después lo pilló una tormenta. Se estaba elevando demasiado y él sabía, como todos los demás, que no podía ir más allá de las nubes porque había leyendas que decían que allí se encontraba el fin del mundo y todo el que sobrepasaba el cielo desaparecía. Estaba desesperado pero ya no había manera: se había elevado más allá de las nubes. Entonces notó que la tormenta había cesado y miró a su alrededor. Vio lo más hermoso que había visto nunca. Estaba en otro mundo. La arena estaba en la orilla y el mar era de agua azul. Su barco flotaba en él y no en el cielo. Los pájaros nadaban en el aire mientras piaban alegremente dulces melodías y todo estaba iluminado por una llama redonda que habían colgado en el celeste cielo. Dolía mirarla de lo intensa que era. Pronto se dio cuenta de que no podía quedarse allí. El barco, y hasta él mismo, se estaban consumiendo, convirtiéndose en arena. Pronunció unas antiguas palabras que le enseñó su abuelo que siempre recordó en secreto.
Una luz cegadora lo iluminó y sin darse cuenta ya estaba en la orilla de Myrsky. Ancló lo más rápido que sus viejas manos le permitieron y fue a contarles a todos su descubrimiento. Cuando lo hizo, nadie le creyó, menos Teija y su nieto Emppu. De resto, unos empezaban a asustarse, otros lo llamaban loco y otros sentían lástima porque la vejez le estaba consumiendo el cerebro. Aleksi sintió como su corazón se hundía dentro de su pecho. La tristeza lo invadió por completo y lo único que fue capaz de hacer fue dirigirse al faro, mirando al suelo y arrastrando los pies sobre las piedras, mientras oía como todos decían que solo era un viejo decrépito con mucha imaginación.
La llama del faro se estaba volviendo azul, lo que significaba que se estaba haciendo de noche. Horas después de lo ocurrido, el anciano seguía sentado al lado del fuego mientras tallaba figuras de madera para su nieto. De repente entró Aabraham, su hijo mediano, y empezó a gritarle.
-¡Viejo estúpido! ¿Se puede saber que has hecho? Nos has dejado en ridículo ante todos. ¡Ya nadie nos respeta! Antes mismo he ido a comprar al mercado y ¿sabes qué? ¡Me han mirado como si estuviera loco y se han reído! -detrás de Aabraham estaba Teija, intentando disuadirle para que se tranquilizara.
-Solo he dicho lo que he visto –dijo Aleksi serenamente.
El joven, sin pensarlo, se dirigió a él y después de gritarle varias cosas al oído, le dio un puñetazo. El anciano cayó de inmediato al suelo sangrando abundantemente por la boca.
-¡Aabraham, es tu padre! –le dijo Teija a su hermano mientras le daba un tirón por el brazo para que se alejara de su padre.
El muchacho la miró y después la abofeteó. Salió muy enfadado del lugar mientras maldecía a su padre de todas las maneras posibles. La joven, que se había quedado perpleja, fue a ayudar a su padre a levantarse mientras unas pequeñas lágrimas resbalaban por su rostro.
-Lo siento, hija. No debí decir nada –le susurró.
El padre miró a la hija con tristeza y se abrazaron, demostrando que ambos sentían el mismo dolor el uno por el otro.
Cerca de esa tierra vivían los habitantes de Perséphone, unos seres realmente pacíficos, que fueron invadidos por el pueblo Chakal. Los persephonienses, desesperados y sin saber a donde ir, se dirigieron a la única tierra a la que podían ir: Myrsky. Después de semanas terroríficas en plena oscuridad, apareció el dios Thor para bendecirlos con el mayor regalo que les podía ofrecer: el fuego sagrado. Un fuego que de día era brillante como las estrellas y de noche refulgía como un zafiro, emitiendo una calida luz azul. Para que la luz llegara a todos los rincones, la deidad creó un faro. Seguidamente golpeó su martillo tres veces, hasta que una diminuta chispa cayó en el faro, iluminando así la eterna oscuridad. Solo había una condición: la llama debía estar vigilada en todo momento porque si se apagaba, Myrsky sería devastada por la propia muerte. Un hombre se prestó a hacerlo y desde entonces su familia a estado cuidando del fuego. El último descendiente, un sabio anciano de ciento treinta años, vivía en el faro. Su nombre era Aleksi Ahola y tenía tres hijos y un nieto, que vivían en el pueblo más cercano. No tenía mujer, había muerto al dar a luz a su hija: Teija.
Un día, el anciano decidió dar un pequeño viaje. Levaba tiempo esperando ya que había tenido sueños muy extraños en donde encontraba algo sobrenatural. Dejando al cargo del fuego a su hijo mayor, Vilhelm, y llevando su preciado barco, Aleksi se dirigió a surcar los cielos. Pocos días después lo pilló una tormenta. Se estaba elevando demasiado y él sabía, como todos los demás, que no podía ir más allá de las nubes porque había leyendas que decían que allí se encontraba el fin del mundo y todo el que sobrepasaba el cielo desaparecía. Estaba desesperado pero ya no había manera: se había elevado más allá de las nubes. Entonces notó que la tormenta había cesado y miró a su alrededor. Vio lo más hermoso que había visto nunca. Estaba en otro mundo. La arena estaba en la orilla y el mar era de agua azul. Su barco flotaba en él y no en el cielo. Los pájaros nadaban en el aire mientras piaban alegremente dulces melodías y todo estaba iluminado por una llama redonda que habían colgado en el celeste cielo. Dolía mirarla de lo intensa que era. Pronto se dio cuenta de que no podía quedarse allí. El barco, y hasta él mismo, se estaban consumiendo, convirtiéndose en arena. Pronunció unas antiguas palabras que le enseñó su abuelo que siempre recordó en secreto.
Una luz cegadora lo iluminó y sin darse cuenta ya estaba en la orilla de Myrsky. Ancló lo más rápido que sus viejas manos le permitieron y fue a contarles a todos su descubrimiento. Cuando lo hizo, nadie le creyó, menos Teija y su nieto Emppu. De resto, unos empezaban a asustarse, otros lo llamaban loco y otros sentían lástima porque la vejez le estaba consumiendo el cerebro. Aleksi sintió como su corazón se hundía dentro de su pecho. La tristeza lo invadió por completo y lo único que fue capaz de hacer fue dirigirse al faro, mirando al suelo y arrastrando los pies sobre las piedras, mientras oía como todos decían que solo era un viejo decrépito con mucha imaginación.
La llama del faro se estaba volviendo azul, lo que significaba que se estaba haciendo de noche. Horas después de lo ocurrido, el anciano seguía sentado al lado del fuego mientras tallaba figuras de madera para su nieto. De repente entró Aabraham, su hijo mediano, y empezó a gritarle.
-¡Viejo estúpido! ¿Se puede saber que has hecho? Nos has dejado en ridículo ante todos. ¡Ya nadie nos respeta! Antes mismo he ido a comprar al mercado y ¿sabes qué? ¡Me han mirado como si estuviera loco y se han reído! -detrás de Aabraham estaba Teija, intentando disuadirle para que se tranquilizara.
-Solo he dicho lo que he visto –dijo Aleksi serenamente.
El joven, sin pensarlo, se dirigió a él y después de gritarle varias cosas al oído, le dio un puñetazo. El anciano cayó de inmediato al suelo sangrando abundantemente por la boca.
-¡Aabraham, es tu padre! –le dijo Teija a su hermano mientras le daba un tirón por el brazo para que se alejara de su padre.
El muchacho la miró y después la abofeteó. Salió muy enfadado del lugar mientras maldecía a su padre de todas las maneras posibles. La joven, que se había quedado perpleja, fue a ayudar a su padre a levantarse mientras unas pequeñas lágrimas resbalaban por su rostro.
-Lo siento, hija. No debí decir nada –le susurró.
El padre miró a la hija con tristeza y se abrazaron, demostrando que ambos sentían el mismo dolor el uno por el otro.
Semanas después, Aleksi se sentía totalmente discriminado. Para los habitantes del pueblo él ya no servía para nada, solo era un viejo. Era objeto de burla y cada vez se sentía más solo. Su hijo seguía humillándolo si acordarse de que aquel hombre que tenía enfrente, aquel hombre con mirada ausente y triste, lo había cuidado y protegido desde que era muy pequeño, dándole todo el cariño que su humilde corazón podía dar. Al ver que ya nadie lo necesitaba y que estaba solo, decidió ir al “Acantilado del Olvido”, un acantilado que se encontraba más allá del desierto Borgir y del lago Dimmu. Se decía que en él se olvidaban los malos recuerdos y todas las heridas que corrompían el corazón desaparecían. El camino era difícil y había que hacerlo a píe porque era prácticamente imposible sobrevolar hacia ese lugar. Aleksi quería llevarse lo único que le había perdurado toda la vida: su barco. Le ató una enorme cuerda para poder arrastrarlo aunque era complicado ya que, al no poder levar el ancla para que no se escapara el barco, pesaba más de lo normal. Se despidió de Teija y de Emppu, los únicos que le querían de verdad, y después de darle a su nieto una cesta llena de figuritas de madera como regalo de despedida, emprendió el viaje. El pelo lacio de Teija ondeaba al viento mientras que la brisa que rozaba su cara secaba sus lágrimas.
Después de un largo camino de piedras, llegó al desierto Borgir. No era un desierto cualquiera, porque no era de arena. Todo y absolutamente todo, estaba rodeado de huesos humanos. Los pocos charcos que había eran de sangre y allá, a los lejos, se veía una pequeña montaña. Tenía una forma muy especial. Era la silueta de un lobo aullando y, cuando se hacía de noche, la luna quedaba justo encima de él. Aleksi entró con temor al lugar, pasando por un arco gigantesco en el que se encontraban dos esqueletos apuntando al cielo. Caminó durante horas pero, cuando estuvo cansado y su espalda ya no podía aguantar más esfuerzo, se tumbó al píe de un pequeño árbol desojado. Poco a poco empezó a sentir una sensación muy extraña. Sentía un vacío interno que no lo dejaba respirar y hacía que su corazón latiera lentamente. Entonces vio algo increíble. Miles de almas se dirigían hacia él, flotando en el aire y resplandeciendo como la nieve. Sus rostros tristes y demacrados expresaban el sufrimiento de toda una vida pero poseían una belleza sobrenatural. Aleksi se levantó atónito y contempló como todos ellos miraban a una sola dirección: la montaña. Sin razón alguna, un aullido resonó a lo lejos y seguidamente una ráfaga de viento se llevó a las ánimas en un suspiro. El anciano no se lo pensó dos veces. Agarró la cuerda del barco y siguió caminando.
Mientras tanto, en Myrsky tenían problemas con el fuego celestial. Se estaba apagando poco a poco a pesar de estar vigilada y no sabían por qué. Las criaturas que antes estaban en ese lugar habían desaparecido misteriosamente y el cielo se estaba nublando, indicando que se acercaba una tempestad. Teija estaba segura de que la llama solo podía estar vigilada por su padre. Nadie la escuchó. Nadie se daba cuenta. Myrsky estaba sucumbiendo poco a poco en la tenebrosa oscuridad.
Tres días después, Aleksi llegó a la montaña. Para poder llegar al otro lado debía cruzarla, no había otra manera. Era demasiado alta así que subió a su barco y lo condujo hasta el pico. Cuando llegó arriba se dio cuenta de que no tenía pico. Era redondo y algo brillaba en medio. Rápidamente tiró el ancla y ató muy bien el barco a una roca para que no se escapara. Caminó despacio hasta donde estaba aquel objeto brillante. Quedó perplejo al ver que aquello que brillaba desmesuradamente tan solo era una pequeña esfera azul. En su interior tenía un líquido extraño que parecía agua y dibujaba hermosas formas. Mientras el anciano miraba con estupor la pequeña esfera, lentamente detrás de él, se acercaba cuidadosamente un lobo. Entonces, el animal pisó una rama y el chasquido que hizo al romperse alertó al hombre. Se giró con rapidez y el lobo reaccionó enseñando los colmillos. Era enorme, de una altura de varios metros. La criatura lo miraba con recelo y cada vez se arqueaba más. Se abalanzó sobre él pero, en un acto reflejo, Aleksi alzó las manos para cubrirse el rostro, dejando al descubierto la esfera. Un destello irradió en el animal y, entre aullidos de dolor, quedó totalmente chamuscado. Cuando el anciano miró al lobo solo quedaban restos carbonizados. Se asombró del poder de aquella esfera y la metió en su bolsillo. Después subió a su barco y atravesó la montaña, siguendo un poco más hasta llegar al lago Dimmu.
En Myrsky ya estaban muy preocupados. La llama se estaba apagando y escupía lenguas de fuego que destruía gran parte de la tierra. Todo aquello parecía el principio del Ragnarok. Solo faltaba esperar que llegara el Fimbulvetr, el Invierno de Inviernos. La gente ya estaba pensando que tal vez Teija tuviera razón con lo referente a su padre.
Cuando llegó al lago Dimmu, Aleksi se encontró con un pantano llenó de cadáveres en putrefacción. El olor a muerto estaba por todos lados e inundaba sus pulmones. Los árboles, que antes habían estado en flor, ahora estaban marchitos y podridos, y unas nubes grises cubrían el cielo. Entre toda esta destrucción, se oyeron unos débiles sollozos. El hombre siguió el sonido, que lo condujo a una pequeña cueva donde se encontraba un ser extraño. Parecía una mujer y su piel era azul verdosa. Sus dedos estaban palmeados y las orejas eran puntiagudas. Su pelo era pelirrojo y ondulado y caía sobre sus hombros. Llevaba un vestido mugriento que, al parecer, antes era blanco. Este ser miró a Aleksi con cara de súplica y, cuando él se acercó a ayudarla, ella se alejó, evitando que la tocara. Entonces vio que del bolsillo del anciano salían hilos de luz resplandeciente y sus enormes ojos verdes se abrieron desmesuradamente. El humano entendió que la esfera era algo importante para ella. Metió la mano en el bolsillo y sacó el objeto, fijándose atentamente que brillaba más de lo normal. Mientras lo tenía en la mano, la mujer extendió la suya y la puso sobre la de él. La luz iluminó toda la cueva y todos los rincones y todo el cielo… todo. Solo se podía ver la blanca aureola que emitía. Cuando Aleksi recobró la vista, contempló un paisaje muy diferente del que había visto minutos antes. El pantano era un lago de agua cristalina y a la derecha e izquierda había dos cascadas. Los árboles florecieron al momento, como si estuvieran en plena primavera, y los cadáveres que estaban esparcidos por todos lados recobraron la vida. El cielo estaba en ese momento de un azul intenso, sin ninguna nube que estorbara. Todo aquel lugar se había convertido en un paraíso. Aleksi estaba realmente impresionado, no solo porque nunca había visto un lugar así, sino porque estaba en la tierra de las ninfas del agua.
-Has salvado mi reino. Estoy en deuda contigo- dijo la nereida de la cueva.
-Estoy buscando el “Acantilado del Olvido”. ¿Podrías decirme como puedo llegar?
La extraña criatura miró con recelo al hombre y después dijo señalando un camino:
-Sigue el camino de los almendros en flor. Es un poco largo pero llegaras sin problemas.
Aleksi le agradeció las molestias y, después de coger su barco, siguió caminando hasta llegar al sendero de los almendros en flor.
Myrsky ya estaba en una situación crítica. El invierno llegó inesperado, la gente moría y moría y nadie podía hacer nada. El pequeño Emppu murió congelado al quedarse atrapado en el fondo de un lago congelado. Su padre Vilhelm, de la tristeza que le causó perder a su querido hijo, enfermó y murió.
Y así pasó con casi todos los habitantes del lugar, quedando muy pocos. La familia de Aleksi estaba pasando por muchas penurias. Teija, Aabraham y la mujer de Vilhelm, que estaba sumida en una profunda depresión, se trasladaron al faro para no congelarse del frío, pero la llama perdía su calidez.
El anciano ya había caminado bastante y todavía seguía rodeado de almendros en flor. No sabía cuanto había caminado ni cuanto le faltaba por caminar, pero sentía que cada vez estaba más cerca del acantilado. Mientras caminaba por aquel hermoso camino, se puso a pensar en las cosas que le habían sucedido en su tierra. ¿Cómo podía ser que sus hijos no le creyeran? ¿Por qué le pegó Aabraham? ¿Es que acaso no se acordaba de todo lo que había hecho por él? ¿Y la gente del pueblo y sus amigos? ¿De verdad lo despreciaban por a ver visto una maravilla? Eran preguntas que nunca pudo entender y nunca las entendió pero aún así seguía caminando por ese sendero, porque sabía que cuando llegara al final, todos esos demonios que atormentaban su cabeza iban a desaparecer. Ya estaba llegando. Ya podía ver el final. Con mucho esfuerzo llegó y se quedó mirando al cielo. Después cortó la cuerda que estaba atada al ancla y el barco empezó a elevarse como un globo de un niño al que se le escapa de las manos. Ató cuidadosamente el ancla a sus pies y la tiró al vacío. Contempló su último crepúsculo y una sonrisa se dibujó en su rostro. Después de tanto tiempo, por fin era libre. Por fin su dolor iba a desaparecer igual que su cuerpo en las profundas aguas del olvido.
“La muerte no es tan horrible como todos creen, lo horrible es sucumbir a ella con angustia y temor”.
Aleksi Ahola.
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